domingo, febrero 22, 2009

Texticida

Te detienes y contemplas. El rincón te regala su esquina y vuelves la cabeza hacia arriba con la pena rayando en lo rojizo -setas comestibles que bajo la sombrilla esconden el pedicelo del alucine-. Después de un rato la noción deconstruye al tiempo, la esperanza al agobio y lo demás se olvida. Piensas: no hay mezcla sin artrópodo en el discurso. Aciertas. Y así, del sonido o el golpe profundo, el hermetismo de este vericueto soslaya tu vista –con el morbo a tientas la imaginación gobierna el criterio- de súbito. Observas el derredor en fotogramas a través como película vieja. El trasfondo no cambia pero sí el baile que estiliza el día.
Enjambre de ideas. Los sintagmas se abruman ante ti precipitando la nube del coloquio interior. Después se condensan de nuevo en forma de gases.
Entonces música; te vas en el rabillo de la nota (equitación al norte). Apeas -y cesuras- en do# a 100 hertz, donde el odio se ablanda en la fragua del armisticio. Encabalgas. Los rayos se fajan en el horizonte y una pastilla bicolor los trae de nuevo con el reflejo absurdo de la realidad. Tláloc estornuda, la misma sombrilla de la seta te acoge. Y cuando la pila negra del botón se enciende: catarsis, los ojos como soles al pensamiento.
Luego tiras de la palanca; al momento de asearte volteas a ver el remolino y entiendes que al seguirlo con la vista todo tiene sentido.